y en pleno debate sobre Custodia compartida, es bueno leer un argumentario tan claro.
De Gemma Lienas
El próximo 8 de marzo se conmemora, como cada año desde la primera década del siglo XX, el día internacional de la mujer trabajadora (un adjetivo que tal vez esté de más, ya que la mayoría lo son). Ese día reconoce la lucha de las mujeres en la reivindicación de sus derechos y libertades como personas y como ciudadanas y recuerda que, incluso en los países más avanzados, todavía queda mucho por hacer en ese sentido.
En cien años, las mujeres españolas hemos conseguido el derecho a votar, a la formación universitaria, al control de la fecundidad, a la libertad sexual, al trabajo remunerado, a tener y a administrar nuestros propios bienes; logros innegables, pero con muchas grietas -poca representatividad femenina en los escalafones más altos de la vida pública, tres veces más paro entre las universitarias que entre los universitarios, niveles salariales más bajos y, consecuentemente, mayor exposición a la pobreza para las mujeres, escaso reconocimiento de todo lo que hacen o dicen ellas…- por las que resbala esa anhelada igualdad.
A mi modo de ver, el siguiente frente en la lucha por la no discriminación femenina es la repartición al 50% de todas las tareas comprendidas en lo que se conoce como el tiempo del cuidado, dedicado al hogar, las criaturas, las personas enfermas y las ancianas.
Y es que del actual desequilibrio en este repartimiento se derivan, para las mujeres, otros: jornadas laborales a tiempo parcial, menor posibilidad de promoción, salarios más bajos, puestos de trabajo menos estimulantes y más precarios…
Los varones pueden y deben ocuparse, entre otros, del cuidado del hogar y las criaturas no sólo a partir del divorcio, como reclaman las plataformas de padres separados, sino también y sobre todo desde el mismo momento en que van a vivir con su pareja. Por ello es bastante incomprensible que esas mismas plataformas que reclaman la custodia compartida no exijan también el permiso de paternidad obligatorio. Sería lo lógico, ¿no?
Habrá quien considere que los varones, como machos de la especie, no están preparados para ocuparse de la prole y que el instinto maternal sólo es femenino. Y, desde luego, biológicamente son las mujeres quienes están capacitadas para gestar y parir las criaturas, proceso durante el cual los varones sólo participan de manera vicarial. Precisamente esa diferencia de rol biológico ha sido el argumento utilizado a lo largo de los siglos para mantener a las mujeres como cuidadoras, lo que no ha hecho más que reforzar este aparente instinto. Y es que ahora ya se sabe que el tal instinto maternal no es más que la liberación de oxitocina, una hormona que favorece el apego.
A muchas mujeres, la oxitocina les entra en tromba en el torrente sanguíneo durante el parto o con la subida de la leche y, saturadas por la hormona del amor, la interpretan como el famoso instinto. A otras, sin embargo, la oxitocina no se les libera de forma brutal sino lentamente a lo largo de los primeros meses de ocuparse del retoño. Exactamente como les pasa a los hombres que deciden compartir a medias con su pareja el rol de cuidadores de la prole desde el nacimiento. Es decir que la cultura está llevando a los varones a experimentar el instinto maternal. Y es que nuestra especie, el homo sapiens, ha evolucionado más por la selección cultural que por la natural, lo que es un caso único entre todas las especies animales. Un ejemplo de ello sería el control de la fecundación por parte de la hembra, es decir, el uso de los medios anticonceptivos.
Cuenta el antropólogo Eudald Carbonell en su libro El sexe social, que cuando disminuye el dimorfismo sexual (y en el caso de la especie humana es muy reducido), "se equiparan los roles sociales y culturales entre ambos sexos, y crece la complementariedad y la simetría en las relaciones entre el macho y la hembra."
Un paso más en esa evolución y en esa equiparación de roles, que nos mejora como especie, sería sin duda que los varones se incorporaran sistemáticamente al tiempo del cuidado.
En cien años, las mujeres españolas hemos conseguido el derecho a votar, a la formación universitaria, al control de la fecundidad, a la libertad sexual, al trabajo remunerado, a tener y a administrar nuestros propios bienes; logros innegables, pero con muchas grietas -poca representatividad femenina en los escalafones más altos de la vida pública, tres veces más paro entre las universitarias que entre los universitarios, niveles salariales más bajos y, consecuentemente, mayor exposición a la pobreza para las mujeres, escaso reconocimiento de todo lo que hacen o dicen ellas…- por las que resbala esa anhelada igualdad.
A mi modo de ver, el siguiente frente en la lucha por la no discriminación femenina es la repartición al 50% de todas las tareas comprendidas en lo que se conoce como el tiempo del cuidado, dedicado al hogar, las criaturas, las personas enfermas y las ancianas.
Y es que del actual desequilibrio en este repartimiento se derivan, para las mujeres, otros: jornadas laborales a tiempo parcial, menor posibilidad de promoción, salarios más bajos, puestos de trabajo menos estimulantes y más precarios…
Los varones pueden y deben ocuparse, entre otros, del cuidado del hogar y las criaturas no sólo a partir del divorcio, como reclaman las plataformas de padres separados, sino también y sobre todo desde el mismo momento en que van a vivir con su pareja. Por ello es bastante incomprensible que esas mismas plataformas que reclaman la custodia compartida no exijan también el permiso de paternidad obligatorio. Sería lo lógico, ¿no?
Habrá quien considere que los varones, como machos de la especie, no están preparados para ocuparse de la prole y que el instinto maternal sólo es femenino. Y, desde luego, biológicamente son las mujeres quienes están capacitadas para gestar y parir las criaturas, proceso durante el cual los varones sólo participan de manera vicarial. Precisamente esa diferencia de rol biológico ha sido el argumento utilizado a lo largo de los siglos para mantener a las mujeres como cuidadoras, lo que no ha hecho más que reforzar este aparente instinto. Y es que ahora ya se sabe que el tal instinto maternal no es más que la liberación de oxitocina, una hormona que favorece el apego.
A muchas mujeres, la oxitocina les entra en tromba en el torrente sanguíneo durante el parto o con la subida de la leche y, saturadas por la hormona del amor, la interpretan como el famoso instinto. A otras, sin embargo, la oxitocina no se les libera de forma brutal sino lentamente a lo largo de los primeros meses de ocuparse del retoño. Exactamente como les pasa a los hombres que deciden compartir a medias con su pareja el rol de cuidadores de la prole desde el nacimiento. Es decir que la cultura está llevando a los varones a experimentar el instinto maternal. Y es que nuestra especie, el homo sapiens, ha evolucionado más por la selección cultural que por la natural, lo que es un caso único entre todas las especies animales. Un ejemplo de ello sería el control de la fecundación por parte de la hembra, es decir, el uso de los medios anticonceptivos.
Cuenta el antropólogo Eudald Carbonell en su libro El sexe social, que cuando disminuye el dimorfismo sexual (y en el caso de la especie humana es muy reducido), "se equiparan los roles sociales y culturales entre ambos sexos, y crece la complementariedad y la simetría en las relaciones entre el macho y la hembra."
Un paso más en esa evolución y en esa equiparación de roles, que nos mejora como especie, sería sin duda que los varones se incorporaran sistemáticamente al tiempo del cuidado.
Artículo publicado en El País
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