Todavía conmocionada por una obra que me atrapó desde la primera escena. No desvelaré la trama, trama que ya conocía por haber visto la película, pero que la obra superó en verdad, belleza, manifestación y gestión de emociones, interpretación, montaje. Todos los personajes eran reales, creíbles, auténticos, porque en cierto modo todos podrían ser yo. Ahí supongo que está el meollo de una obra que trasciende lo de fuera, su propia historia para meterse dentro de ti, hasta lo más hondo.
"Aprende a leer, a escribir, a hablar, a pensar, y luego escribe mi nombre en mi lápida". Porque no somos personas si no podemos interpretar el mundo, si carecemos de herramientas para reconocernos, para saber quiénes somos y saber cómo podemos transformar nuestra realidad.
La búsqueda de la verdad, de la nuestra, de nuestra historia, de nuestra memoria. El dolor terrible que puede abrasarlo todo y llevarnos con él. Todo arde y todo se regenera, pero la regeneración se da tras la aniquilación, la pérdida de nuestra virginidad histórica, un conflicto que puede arrasarte o vivificarte.
Y por último la reconversión del dolor, el triunfo de la dignidad, el arrepentimiento aceptado e integrado en esta amalgama de seres que componemos nuestra pequeña o gran familia, nuestra pequeña o gran historia. Decía Simone Weil que el mal es la masa y el bien la levadura, que el ser más perverso sobre la tierra contiene la semilla del bien porque reacciona si se le infringe un mal. Todo era casi perfecto hasta que se integra el último personaje bajo ese "improvisado" salvalluvias. Entonces me desarmé. Era el final: llorar y aplaudir, llorar y aplaudir, llorar y aplaudir y una gratitud inmensa a Mario Gas por dirigir esta obra como lo ha hecho, a los actores y actrices sublime Nuria Espert- por un trabajo que excede al trabajo y a mis queridas Catxi y Vicenta por avisarme, animarme, sacarme la entrada y haberme conducido hacia esta maravilla.
Una obra que nos hace mejores personas, sin lugar a dudas.
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