Sobre la muerte de Pinochet
Como ex preso político de la dictadura del general Pinochet me horroriza la sola idea de que Chile, ya sea su gobierno, ya sus fuerzas armadas, o cualquiera otra institución, intente rendirle homenajes de cualquier índole a la persona que encabezó la traición al presidente Salvador Allende y ordenó la detención, la encarcelación, el despido del trabajo, la tortura, el asesinato, la relegación y el exilio de miles y miles y miles de chilenos, y también de extranjeros que vivían en nuestro país en los años del gobierno de la Unidad Popular.
Esto no es ni una broma ni un asunto de venganzas ni sólo un problema de justicia.
Al dictador no se le puede y no se le debe hacer ningún homenaje de ningún tipo en ningún momento porque entró a la presidencia de Chile a sangre y fuego y condujo al país a un estado de dolor, de división, de ruptura moral que, pasados más de treinta años, todavía persisten. Además de los miles de chilenos asesinados, hay miles de chilenos todavía desaparecidos y miles de miles de chilenos diseminados a lo largo y ancho del mundo.
Los familiares de los asesinados y de los desaparecidos han sufrido y sufren cada día la pérdida de sus padres, hijos, hermanos, tíos, primos, nietos. Los amigos de estas víctimas los recuerdan cada día como si estuviesen todavía con ellos compartiendo el sueño diario de construir un país más justo, más tierno, más solidario para todos los chilenos, especialmente para los más humildes y los más mal tratados de la sociedad de los años setenta.
Los familiares de quienes viven en el extranjero todavía mantienen vivos en sus corazones a quienes tuvieron que dejar el país y rehacer sus vidas en medio ambientes a veces muy difíciles, a veces incluso hostiles. Mantienen vivos en su memoria a los jóvenes que salieron del país y tuvieron que ganarse la vida en los oficios más diversos, siendo aún muy jóvenes, y quienes no pudieron terminar sus estudios pues debieron enfrentar la necesidad de sustentarse aunque no hubiesen estado preparados para hacerlo. Estos familiares también saben que sus hermanos y sus hermanas, sus tíos, sus sobrinos, han ido envejeciendo y creciendo en países y culturas distintas y ellos no han sido testigos ni participantes de la evolución, del cambio vital y, a veces, del final de la vida de seres muy queridos.
Esto no es un asunto liviano. Algunas personas, tanto de dentro como de fuera del país han llegado a estados de depresión tan profundos que se han quitado la vida. Haría falta un estudio serio para determinar a cuántas alcanzan las víctimas de la dictadura en este último sentido.
Desde las primeras horas del golpe militar encabezado por Pinochet, los chilenos se convirtieron en víctimas de su represión y en héroes de la lucha por cambiar el destino inhumano que la dictadura les proponía. Mientras la dictadura ordenaba detenciones, torturas, fusilamientos, los resistentes se esforzaban por construir puentes solidarios, curar heridas físicas y sicológicas y revitalizar las actividades políticas y sociales que permitieran recuperar la vida libre de la cual gozábamos antes del 11 de septiembre de 1973. Desde hace diecisiete años los caminos de recuperación se han ido ampliando y aunque todavía hay mucho por hacer, hoy es posible sentirse algo más seguros, algo más libres. Como me suele decir mi querida madre, casi tocando sus primeros noventa añitos: “Este país ha cambiado tanto, hijo, que hoy sales a la esquina a comprar el pan y todos en casa tenemos la seguridad que vas a volver.” Porque, claro, con las emulaciones de la dupla Pinochet-Contreras a la GESTAPO alemana, durante los años siniestros del general Pinochet era altamente posible quedar en manos de la DINA o de la CNI y jamás regresar a casa con el pan calientito.
Como ex preso político chileno, torturado en diversos lugares de detención, incluido Tejas Verdes, lugares abiertos por el general Pinochet para hacer sufrir a quienes queríamos cambiar la situación injusta en que vivían millones de compatriotas, es imposible imaginar que alguien se proponga rendirle algún homenaje. Pudiese comprenderlo si se tratara de sus ex subordinados de la DINA, de la CNI, de ramas policiales o militares que vivieron bajo su protección. O si se tratara de individuos que se enriquecieron con la sangre derramada, con el abuso a destajo, con el negocio impune, todo lo cual tuvo lugar y aceptación en el régimen del ex general en cuestión. Pero ninguno de ellos representa al país. No puedo imaginarme que pudiese haber alguien del gobierno actual, alguno de los más importantes jefes militares, algún personero de cualquiera de las iglesias chilenas, que pudiese siquiera pensar que rendirle honores a Pinochet fuese un deber nacional. Este ex general chileno ha pasado a la historia universal como uno de los dictadores más feroces de la humanidad. Bajo sus años de dictadura se aplicaron las más crueles y sofisticadas torturas, sólo comparables a los horrorosos métodos de hacer sufrir que cuarenta años antes habían empleado los nazis en contra de los comunistas, los fracmasones, los homosexuales y, claro, especialmente contra los judíos. Cuando el imperio alemán que construía Hitler fue destruido por las fuerzas de liberación, a nadie se le hubiese ocurrido rendirle un homenaje a quien había llevado a su propio pueblo a la división más profunda, al sufrimiento más inhumano, al crimen masivo de los propios alemanes y de otros pueblos y naciones. Y hasta los días de hoy, a nadie se le podría ocurrir que porque Alemania en los primeros años bajo Hitler se industrializó y creció su poder militar y político, Hitler merecería homenaje alguno.
Pinochet no debe ni puede recibir funerales de gloria, exequias de honor, sepultura de héroe. Fue y es un hombre culpable de crímenes de lesa humanidad y como tal debe ser sepultado en algún olvidable rincón de un cementerio, lo más lejos de las honorables tumbas de sus millares de víctimas.
Profesor Juan Carlos García
Ph. D., M.A.
Autor, entre otros, del libro Crimen sin castigo, Valdivia, Neltume, Santiago, Tejas Verdes. Santiago de Chile, Mosquito Comunicaciones, 2004.
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