Recuerdo que cuando ganó Zapatero las pasadas elecciones puse un correo al PSOE en el que decía algo así como no olvidéis a los inmigrantes, os necesitan. Celebré la regularización con la intensidad que aborrecí el argumentario del PP xenófobo y me preguntaba cómo se podía usar un tema tan doloroso como argumento de oposición. Caí en la cuenta entonces -es que una es así de retardada- del pequeño racista que, probablemente, la mayoría del pueblo llevamos dentro. A veces cuesta un poco dar con los porqués y cuando haces un pequeño logro caes en la cuenta de que todas y todos tenemos mucho que trabajarnos para ver con claridad. No obstante, existen seres que alumbran, van por delante y nos permiten ver una verdad incuestionable. Hoy me refiero a José Luis Ferris y al artículo que dejó en el Diario Información hace una semana.
Gracias, de corazón.
Todo arribista, déspota, tahúr, trepa e indolente debería, por ley, ser alejado de la política y de los puestos de mando; los embusteros compulsivos, de los telediarios y de la prensa escrita; los curas pecadores, de toda labor pastoral y de todos los niños de la tierra; los pirómanos, de los bosques; los desesperados, de las armas de fuego; los desalmados, de cualquier inocente; los rimadores domingueros, de la poesía verdadera y las editoriales; los ególatras, de sí mismos; los predicadores y los profetas, de los seres que vacilan y callan; los especuladores, de la cultura; los banqueros y los agentes de seguros, de la letra pequeña; los vocingleros e imprudentes, de las mayúsculas; los torturadores, de sus propias manos; los racionalistas fanáticos, de los cuentos infantiles; los seductores sin escrúpulos, de las cartas de amor; los cuerpos de seguridad, de los cuerpos sin amparo; la lumbre, de la pólvora; los licántropos, de la noches de luna; los explotadores, de los niños sin escuela; el Papa, de viles consejeros; los idealistas, de un consejo de guerra; los cobardes, de refugios y madrigueras; los plastas agoreros, de los mítines y los programas políticos; los aviones homicidas, de los cielos ajenos...
Ahora mismo, sin embargo, la única orden de alejamiento contemplada por los jueces es la que se aplica a la figura del maltratador físico o psicológico; una medida diseñada para que el verdugo deje en paz a la víctima. Pero como la vida viene siendo un juego de agresores y agredidos, la norma debería extenderse a todos los órdenes. El racismo y la xenofobia, sin ir más lejos, tendrían que cumplir esa orden judicial de alejamiento y mantenerse a más de 500 metros de distancia de todo hombre de bien, mujer honrada y cerebro cabal. Un sentimiento que antepone el odio al prójimo por el mero hecho de considerarlo "diferente", de haber nacido al otro lado de una frontera y de llevar escrito en la piel el lenguaje de un mundo distinto, no debería llamarse sentimiento. Y como no lo considero sentimiento ni emoción ni actitud con sentido, sólo deseo que ningún personaje público, ya sea gobernante o aspirante a gobernar, se vea afectado por esa lacra que, lejos de adecentar el mundo, inocula en él intrigas, cicaterías y desprecios.
No quiero pensar que el debate político que nos espera de aquí al 9 de marzo pueda encontrar en el tema de la inmigración su punto de apoyo y su herramienta demagógica para mover al enfrentamiento y la crispación. Miedo me da que en esa carrera sin freno hacia el voto, el pulso entre partidos se sirva, para marcar distancia, de ese fondo miserable que todos llevamos dentro. Por que el político sabe que todos, sin excepción, tenemos un pequeño racista en las entrañas, en la mala conciencia o en la tripas. A todos, llegado el momento, se nos ha escapado esa frase de fastidio ante el hecho de que atiendan antes a una pareja de ecuatorianos en la consulta de urgencias, de que en la cola del cajero del Carrefour haya tanto hereje de vete tú a saber qué país de moros o de que te "quite" el aparcamiento, por dos segundos de nada, esa familia de rusos, de rumanos o de lo que quieran serÉ Todos albergamos ese pequeño xenófobo que deambula furtivo por nuestro interior, pero precisamente lo que nos distingue y lo que nos hace civilizados es nuestra capacidad de devolverlo a su agujero y de apaciguarlo con razones de probada contundencia.
No sé hasta qué punto es un error supino y no una acertada estrategia política demonizar al inmigrante, presentarlo como un peligro que interesa atajar de antemano. No sé por qué se anuncia un intervencionismo sin precedentes cuando bastaba con recordar que a todo ciudadano, sea o no español, se le aplicarán las leyes vigentes sin privilegios ni discriminación o, lo que viene a ser igual, que al extranjero se le puede exigir lo que se le exige al nacional, que no es poco. Y para ello no hace falta firmar ningún contrato ni rubricar un documento donde conste el compromiso de respetar las "costumbres de los españoles" en toda su extensión, máxime cuando ni siquiera los españoles nos ponemos de acuerdo en lo que nos define o cuando somos nosotros mismos quienes no respetamos nuestra propia idiosincrasia, nuestras tradiciones y nuestras singularidades.
Si tuviéramos que decirle a un corresponsal del "The New York Times" en qué consiste lo nuestro, recurriríamos al tópico de las corridas de toros, el jamón de bellota, el chiste del aperitivo, la caña de las 2 y la misa de 12, la tuna y la siesta, el Camino de Santiago, la partida de mus, la copla y el parchís, el machismo "made in Spain", el fútbol del domingo, la paella y el belén por Navidad. Y ello sin dejar de lado las significativas costumbres locales, ya sean las fiestas de Moros y Cristianos, les Fogueres de Sant Joan o el prodigio del Misteri. Pues bien, contra ello hay legiones de españolitos pura sangre que desprecian la Fiesta Nacional, que no pisan una iglesia más que en bodas y bautizos, que jamás duermen la siesta y que nunca harán el Camino de Santiago. También los hay que protestan cuando les plantan cerca una barraca, cuando cortan las calles para que desfile la morería y su boato o cuando los niños se disfrazan de obispo o de pirata por carnaval.
Si no se explica mejor esta medida que conmina a respetar las costumbres españolas, la realidad social, jurídica y lingüística de nuestro país; si no se concreta ese prometido y anunciado "contrato de integración" para los inmigrantes, el plan se reducirá a un mero efecto pirotécnico en medio de la gran mascletá de subastas, rebajas fiscales y subvenciones de quita y pon en que se ha convertido esta campaña electoral. Del gesto inteligente al truco demagógico, de la propuesta bienintencionada al apaño racista sólo hay un paso, y eso hay que elaborarlo bien y venderlo requetebién para que tenga sus buenas consecuencias y para que ni despierte en nosotros la bestezuela xenófoba ni derive en planteamientos maniqueos.
Distanciarnos de cualquier sospecha de racismo, haya o no orden de alejamiento, siempre es aconsejable. Así lo debió de entender la ejemplar azafata de un vuelo transoceánico cuando una de las pasajeras, al ver que a su lado viajaba un senegalés, protestó indignada y exigió que la cambiaran de asiento. No había plazas libres, pero al rato regresó la eficiente auxiliar y, dirigiéndose al muchacho de color, le comunicó muy amable: "Acompáñeme, señor, hay un asiento en la zona vip para usted, estará mejor atendido".
Gracias, de corazón.
Todo arribista, déspota, tahúr, trepa e indolente debería, por ley, ser alejado de la política y de los puestos de mando; los embusteros compulsivos, de los telediarios y de la prensa escrita; los curas pecadores, de toda labor pastoral y de todos los niños de la tierra; los pirómanos, de los bosques; los desesperados, de las armas de fuego; los desalmados, de cualquier inocente; los rimadores domingueros, de la poesía verdadera y las editoriales; los ególatras, de sí mismos; los predicadores y los profetas, de los seres que vacilan y callan; los especuladores, de la cultura; los banqueros y los agentes de seguros, de la letra pequeña; los vocingleros e imprudentes, de las mayúsculas; los torturadores, de sus propias manos; los racionalistas fanáticos, de los cuentos infantiles; los seductores sin escrúpulos, de las cartas de amor; los cuerpos de seguridad, de los cuerpos sin amparo; la lumbre, de la pólvora; los licántropos, de la noches de luna; los explotadores, de los niños sin escuela; el Papa, de viles consejeros; los idealistas, de un consejo de guerra; los cobardes, de refugios y madrigueras; los plastas agoreros, de los mítines y los programas políticos; los aviones homicidas, de los cielos ajenos...
Ahora mismo, sin embargo, la única orden de alejamiento contemplada por los jueces es la que se aplica a la figura del maltratador físico o psicológico; una medida diseñada para que el verdugo deje en paz a la víctima. Pero como la vida viene siendo un juego de agresores y agredidos, la norma debería extenderse a todos los órdenes. El racismo y la xenofobia, sin ir más lejos, tendrían que cumplir esa orden judicial de alejamiento y mantenerse a más de 500 metros de distancia de todo hombre de bien, mujer honrada y cerebro cabal. Un sentimiento que antepone el odio al prójimo por el mero hecho de considerarlo "diferente", de haber nacido al otro lado de una frontera y de llevar escrito en la piel el lenguaje de un mundo distinto, no debería llamarse sentimiento. Y como no lo considero sentimiento ni emoción ni actitud con sentido, sólo deseo que ningún personaje público, ya sea gobernante o aspirante a gobernar, se vea afectado por esa lacra que, lejos de adecentar el mundo, inocula en él intrigas, cicaterías y desprecios.
No quiero pensar que el debate político que nos espera de aquí al 9 de marzo pueda encontrar en el tema de la inmigración su punto de apoyo y su herramienta demagógica para mover al enfrentamiento y la crispación. Miedo me da que en esa carrera sin freno hacia el voto, el pulso entre partidos se sirva, para marcar distancia, de ese fondo miserable que todos llevamos dentro. Por que el político sabe que todos, sin excepción, tenemos un pequeño racista en las entrañas, en la mala conciencia o en la tripas. A todos, llegado el momento, se nos ha escapado esa frase de fastidio ante el hecho de que atiendan antes a una pareja de ecuatorianos en la consulta de urgencias, de que en la cola del cajero del Carrefour haya tanto hereje de vete tú a saber qué país de moros o de que te "quite" el aparcamiento, por dos segundos de nada, esa familia de rusos, de rumanos o de lo que quieran serÉ Todos albergamos ese pequeño xenófobo que deambula furtivo por nuestro interior, pero precisamente lo que nos distingue y lo que nos hace civilizados es nuestra capacidad de devolverlo a su agujero y de apaciguarlo con razones de probada contundencia.
No sé hasta qué punto es un error supino y no una acertada estrategia política demonizar al inmigrante, presentarlo como un peligro que interesa atajar de antemano. No sé por qué se anuncia un intervencionismo sin precedentes cuando bastaba con recordar que a todo ciudadano, sea o no español, se le aplicarán las leyes vigentes sin privilegios ni discriminación o, lo que viene a ser igual, que al extranjero se le puede exigir lo que se le exige al nacional, que no es poco. Y para ello no hace falta firmar ningún contrato ni rubricar un documento donde conste el compromiso de respetar las "costumbres de los españoles" en toda su extensión, máxime cuando ni siquiera los españoles nos ponemos de acuerdo en lo que nos define o cuando somos nosotros mismos quienes no respetamos nuestra propia idiosincrasia, nuestras tradiciones y nuestras singularidades.
Si tuviéramos que decirle a un corresponsal del "The New York Times" en qué consiste lo nuestro, recurriríamos al tópico de las corridas de toros, el jamón de bellota, el chiste del aperitivo, la caña de las 2 y la misa de 12, la tuna y la siesta, el Camino de Santiago, la partida de mus, la copla y el parchís, el machismo "made in Spain", el fútbol del domingo, la paella y el belén por Navidad. Y ello sin dejar de lado las significativas costumbres locales, ya sean las fiestas de Moros y Cristianos, les Fogueres de Sant Joan o el prodigio del Misteri. Pues bien, contra ello hay legiones de españolitos pura sangre que desprecian la Fiesta Nacional, que no pisan una iglesia más que en bodas y bautizos, que jamás duermen la siesta y que nunca harán el Camino de Santiago. También los hay que protestan cuando les plantan cerca una barraca, cuando cortan las calles para que desfile la morería y su boato o cuando los niños se disfrazan de obispo o de pirata por carnaval.
Si no se explica mejor esta medida que conmina a respetar las costumbres españolas, la realidad social, jurídica y lingüística de nuestro país; si no se concreta ese prometido y anunciado "contrato de integración" para los inmigrantes, el plan se reducirá a un mero efecto pirotécnico en medio de la gran mascletá de subastas, rebajas fiscales y subvenciones de quita y pon en que se ha convertido esta campaña electoral. Del gesto inteligente al truco demagógico, de la propuesta bienintencionada al apaño racista sólo hay un paso, y eso hay que elaborarlo bien y venderlo requetebién para que tenga sus buenas consecuencias y para que ni despierte en nosotros la bestezuela xenófoba ni derive en planteamientos maniqueos.
Distanciarnos de cualquier sospecha de racismo, haya o no orden de alejamiento, siempre es aconsejable. Así lo debió de entender la ejemplar azafata de un vuelo transoceánico cuando una de las pasajeras, al ver que a su lado viajaba un senegalés, protestó indignada y exigió que la cambiaran de asiento. No había plazas libres, pero al rato regresó la eficiente auxiliar y, dirigiéndose al muchacho de color, le comunicó muy amable: "Acompáñeme, señor, hay un asiento en la zona vip para usted, estará mejor atendido".
3 comentarios:
Hoy no ironizo; hoy me uno a esta declaración por la q no pase nunca el tiempo... Ni para mí ni para los idealistas q saben q perder los valores es renunciar a lo mejor de nosotros mismos.
Desde la noche que sobre mi se cierne,
negra como su insondable abismo,
agradezco a los dioses si existen
por mi alma invicta.
Caído en las garras de la circunstancia
nadie me vio llorar ni pestañear.
Bajo los golpes del destino
mi cabeza ensangrentada sigue erguida.
Más allá de este lugar de lágrimas e ira
yacen los horrores de la sombra,
pero la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el camino,
cuán cargada de castigo la sentencia.
Soy el amo de mi destino;
soy el capitán de mi alma.
William Ernest Henley.
He aquí un Hombre. Porque existen poemas que se hacen carne.
Gracias
Nuchi
Yo me sumo a tu opinión pero no llego a tanto como tu admirador, Un saludo Nuci.
Koldo.
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