Inicio este trabajo con un relato autobiográfico. Esta experiencia personal me ha servido para comprender mejor a los niños, para entender que sufren como los adultos, pero tienen menos recursos y cuanto mayor es su sufrimiento, menor es su capacidad de expresarlo. Cuando una niña mira a los ojos de otra niña y le dice en tono amenazante: si se lo dices a la maestra, te mato, está marcando su dominio sobre un territorio en el que sabe que la víctima está atrapada. Para mí era impensable hablar con mis padres. Tampoco podía escapar puesto que debía ir al colegio. Recuerdo la soledad y el miedo de aquellos meses con espanto y tal vez esto haya servido para que cuando algún padre o madre viene a decirme, es que mi hijo no quiere venir al colegio, piense enseguida en el patio como el espacio donde pueden suceder abusos que no se detectan con facilidad.
— Esta tarde a las tres, salimos a la ermita del Ecce Homo. Traed la merienda, sed puntuales y venid bien limpias.
— ¿Qué te pongo en el bocadillo?— dice mi madre.
— Tortilla de patatas.
(Me gusta el bocadillo de tortilla, más que el de jamón o el de salchichón y me lo va a hacer, me lo va a hacer. Tengo la mejor madre de todas).
Uniforme azul marino, zapatos marrones muy, muy relucientes (¡la hermana ha dicho que vayamos bien limpias!), una pequeña cestita y.... ¡al cole!
Sor Jacinta nos da las últimas recomendaciones:
— No os salgáis de la fila, no soltéis la mano de vuestra compañera, no os separéis del grupo...
— Sí hermana, sí, sí, sí.
La marcha se inicia y estoy tan contenta que no puedo parar de moverme. Le doy la mano a mi compañera una y otra vez para que las monjas no se enfaden, para hacerlo todo bien. Atravesamos el pueblo, las mujeres nos miran desde sus puertas y me dan pena porque las veo muy aburridas. Mi compañera tiene blanda la mano, se va a soltar, no me gustan las manos blandas, no me gusta esa canción que cantan, Aveeeee, Aveeeee, Ave Maríaaaaaa, además creo que me hago pipí, sí, me hago pipí, madre mía.
Mi madre dice que cuando nos hacemos pipí y no podemos ir al aseo tenemos que pensar en otra cosa y eso haré, pensaré en otra cosa. Pienso en mi bocadillo, en mi gata Vega, en mi casa, en el aseo, en que quiero hacer pipí. No, en otra cosa: en Juanito, en las ranas, en su huerto, en el perejil, en su huerto donde podría hacer pipí. No, no…
Ahora pasamos el río Caravaca ¿faltará mucho? Podría decirle a la hermana que parase la fila, pero ¿dónde haría pipí, en el campo? No, no, todas las niñas me verían y se reirían, ¡qué vergüenza! Me quedaría tan a gusto si pudiera hacer pipí. Cuando lleguemos, hago, será lo primero que haga, ¿cuánto faltará? Mi madre no debería haberme dejado venir. Qué bien estarán ahora las niñas que no han venido. Sus madres sí que las quieren.
— ¡Ya falta poco —dice la hermana.
— ¡Bieeeeennn! Ahora me iré por algún sitio apartado y podré hacer pipí, qué a gusto me voy a quedar... Ya, ya llegamos, subimos una pequeña cuesta y ya se ve la ermita, ahí está. Ahora mismito hago pipí, lo que yo quería.
Pero... ¿qué pasa?, no se deshace la fila. Si ya hemos llegado, ¿por qué, por qué no se deshace la fila?
—Vamos a rezar el Santo Rosario.
(Me meo, me meo, me meo, ahora sí que me meo, ¿qué voy a hacer?)
La fila entra en la ermita. Es una ermita muy pequeña, hay muy poquitos bancos. Si pudiera sentarme me aguantaría mejor el pipí. Pero cuando quedan cinco o seis niñas para llegar a mí, ya no hay sitios y las hermanas nos van colocando pegaditas a la pared, una, otra, otra... venga, rápido.
Y empieza el rosario. Dios te salve María, llena eres de gracia.... (Me meo, me meo, me voy a mear...). Primer Misterio: La Virgen María da a luz.... Se me saltan las lágrimas, no puedo aguantarme. Señor, que no me mee aquí en un lugar Sagrado, seguro, segurísimo que iría al Infierno y además, las hermanas, ¡cómo se pondrían las hermanas! ¡y si no mi madre!, que no me mee Señor Derciomo, que no me mee, por favor.
Santa María Madre de Dios... ( esto no se acaba, ¿no se va a acabar nunca?) Ahora el tercer Misterio... No puedo, no puedo, me condenaré para siempre pero tengo que mear, tengo que mearme encima.
Y así, apoyadita en la pared, muerta de miedo, noto como, con una mano puesta ahí abajo en un último esfuerzo por sujetar la fuerza que empuja, el pipí sale como el agua de una manguera a presión, resbala caliente por mis muslos, se mete dentro de los zapatos, se sale de los zapatos, se me nublan los ojos, tengo miedo, no me atrevo a mirar a ningún sitio, es demasiado, demasiado pipí, se va a manchar el suelo. Se mancha el suelo. Y el rosario sigue, Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Veo el charco en el suelo y sé que me matarán mi madre y las hermanas. Si no miro a nadie, nadie me verá, si no miro al suelo, nadie lo verá. Pero, sin darme cuenta miro a uno y otro lado. Y entonces la veo. Me fijo bien en ella: es una niña que está a mi derecha, tiene muy poco pelo y las manos raras, no sé por qué. Va a otra clase, a una clase de niñas pobres que no llevan uniforme, sólo un babi de otro color. Por favor, no se lo digas a la hermana. No, no se lo diré. Y sonríe, con una sonrisa de ésas que no me tranquiliza en absoluto; a decir verdad no me tranquiliza nada.
— Sí no quieres que se lo diga a la hermana, me tienes que dar tú bocadillo.
— Sí, sí, tómalo, pero no se lo vas a decir ¿verdad?
— No, no se lo diré.
Y mientras la veo alejarse con mi bocadillo de tortilla, yo me quedo bajo un árbol, confusa, meada, helada y sin merienda.
Bueno, aunque se coma mi bocadillo, ella me va a guardar este secreto tan gordo, este pecado. No. Creo que cuando un pecado es el más gordo del mundo se le llama sacrilegio. Y que las personas que hacen sacrilegios van derechas, derechas al Infierno.
—Hija, qué bien, te lo has comido todo.
—Sí mamá.
Al día siguiente, mientras juego a las tabas en tiempo de recreo, alguien me dice:
—Hay una niña en la verja y dice que te asomes (los patios están separados). Acudo extrañada y confiada hasta que la veo. Tiemblo.
—Si no quieres que se lo diga a la hermana me tienes que traer una peseta para comprar limones de caramelo.
Le quito el dinero a mi madre y me siento sucia como esos hombres malos que dan caramelos a las niñas para tocarlas. No sólo me meo en la ermita, sino que además, robo. Iré al Infierno igual que esas personas que veo en un cuadro grande que hay en la Iglesia de San Pedro quemándose vivas y sacando las manos a ver si alguien las ayuda a salir, pero no las saca nadie porque han sido muy malas y se tienen que quemar enteras. Tengo angustia, tengo ganas de vomitar.
A los pocos días me pide diez reales, pero no hago ningún pecado. Tienen que ponerme una inyección y allí está mi abuela. Abuelita, si no lloro, ¿me das diez reales?
Y llega lo peor: un estuche de colores de dos pisos.
Queridos Reyes Magos:
He sido buena (mentira) y quiero un estuche de colores de dos pisos (encima de no haber sido buena, ahora les digo una mentira. No me lo van a traer)
Huelo la madera del estuche y veo el brillo de los colores que no llego a sacar porque no se les estropee la punta. Huelo la goma de borrar y guardo el estuche con miedo. Sueño que desaparece y no puedo dárselo a Elvira.
El siete de enero a las once en punto acudo a la verja donde me espera. Respiro cuando veo que sonríe mientras cuenta, comprueba y aprueba la entrega a cambio de la promesa renovada de no decir nada a la hermana. Y a la pena de perder mi estuche tengo que añadir el miedo cuando vuelvo a casa por si mi madre nota su falta en mi cartera.
Una vez más estoy al otro lado de la verja. Hija, tienes más cosas que nadie, siempre estás pidiendo. Yo lo quiero, lo quiero, todas mis amigas tienen uno. Es un bolígrafo de muelles azul y rojo. Pero algo pasa, Elvira no llega. Hace mucho calor, me iría a una sombra si supiera que la voy a ver llegar, pero no quiero que llegue y al no verme se lo diga a la hermana. No me moveré, no, no. Qué calor. Al fin me decido a preguntar, ¿conoces a una niña que se llama Elvira? Y la respuesta me coloca al instante en el cielo más ligero que haya podido imaginar: pero si Elvira se ha ido a Barcelona.
Lo noto porque puedo volar.
— Esta tarde a las tres, salimos a la ermita del Ecce Homo. Traed la merienda, sed puntuales y venid bien limpias.
— ¿Qué te pongo en el bocadillo?— dice mi madre.
— Tortilla de patatas.
(Me gusta el bocadillo de tortilla, más que el de jamón o el de salchichón y me lo va a hacer, me lo va a hacer. Tengo la mejor madre de todas).
Uniforme azul marino, zapatos marrones muy, muy relucientes (¡la hermana ha dicho que vayamos bien limpias!), una pequeña cestita y.... ¡al cole!
Sor Jacinta nos da las últimas recomendaciones:
— No os salgáis de la fila, no soltéis la mano de vuestra compañera, no os separéis del grupo...
— Sí hermana, sí, sí, sí.
La marcha se inicia y estoy tan contenta que no puedo parar de moverme. Le doy la mano a mi compañera una y otra vez para que las monjas no se enfaden, para hacerlo todo bien. Atravesamos el pueblo, las mujeres nos miran desde sus puertas y me dan pena porque las veo muy aburridas. Mi compañera tiene blanda la mano, se va a soltar, no me gustan las manos blandas, no me gusta esa canción que cantan, Aveeeee, Aveeeee, Ave Maríaaaaaa, además creo que me hago pipí, sí, me hago pipí, madre mía.
Mi madre dice que cuando nos hacemos pipí y no podemos ir al aseo tenemos que pensar en otra cosa y eso haré, pensaré en otra cosa. Pienso en mi bocadillo, en mi gata Vega, en mi casa, en el aseo, en que quiero hacer pipí. No, en otra cosa: en Juanito, en las ranas, en su huerto, en el perejil, en su huerto donde podría hacer pipí. No, no…
Ahora pasamos el río Caravaca ¿faltará mucho? Podría decirle a la hermana que parase la fila, pero ¿dónde haría pipí, en el campo? No, no, todas las niñas me verían y se reirían, ¡qué vergüenza! Me quedaría tan a gusto si pudiera hacer pipí. Cuando lleguemos, hago, será lo primero que haga, ¿cuánto faltará? Mi madre no debería haberme dejado venir. Qué bien estarán ahora las niñas que no han venido. Sus madres sí que las quieren.
— ¡Ya falta poco —dice la hermana.
— ¡Bieeeeennn! Ahora me iré por algún sitio apartado y podré hacer pipí, qué a gusto me voy a quedar... Ya, ya llegamos, subimos una pequeña cuesta y ya se ve la ermita, ahí está. Ahora mismito hago pipí, lo que yo quería.
Pero... ¿qué pasa?, no se deshace la fila. Si ya hemos llegado, ¿por qué, por qué no se deshace la fila?
—Vamos a rezar el Santo Rosario.
(Me meo, me meo, me meo, ahora sí que me meo, ¿qué voy a hacer?)
La fila entra en la ermita. Es una ermita muy pequeña, hay muy poquitos bancos. Si pudiera sentarme me aguantaría mejor el pipí. Pero cuando quedan cinco o seis niñas para llegar a mí, ya no hay sitios y las hermanas nos van colocando pegaditas a la pared, una, otra, otra... venga, rápido.
Y empieza el rosario. Dios te salve María, llena eres de gracia.... (Me meo, me meo, me voy a mear...). Primer Misterio: La Virgen María da a luz.... Se me saltan las lágrimas, no puedo aguantarme. Señor, que no me mee aquí en un lugar Sagrado, seguro, segurísimo que iría al Infierno y además, las hermanas, ¡cómo se pondrían las hermanas! ¡y si no mi madre!, que no me mee Señor Derciomo, que no me mee, por favor.
Santa María Madre de Dios... ( esto no se acaba, ¿no se va a acabar nunca?) Ahora el tercer Misterio... No puedo, no puedo, me condenaré para siempre pero tengo que mear, tengo que mearme encima.
Y así, apoyadita en la pared, muerta de miedo, noto como, con una mano puesta ahí abajo en un último esfuerzo por sujetar la fuerza que empuja, el pipí sale como el agua de una manguera a presión, resbala caliente por mis muslos, se mete dentro de los zapatos, se sale de los zapatos, se me nublan los ojos, tengo miedo, no me atrevo a mirar a ningún sitio, es demasiado, demasiado pipí, se va a manchar el suelo. Se mancha el suelo. Y el rosario sigue, Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Veo el charco en el suelo y sé que me matarán mi madre y las hermanas. Si no miro a nadie, nadie me verá, si no miro al suelo, nadie lo verá. Pero, sin darme cuenta miro a uno y otro lado. Y entonces la veo. Me fijo bien en ella: es una niña que está a mi derecha, tiene muy poco pelo y las manos raras, no sé por qué. Va a otra clase, a una clase de niñas pobres que no llevan uniforme, sólo un babi de otro color. Por favor, no se lo digas a la hermana. No, no se lo diré. Y sonríe, con una sonrisa de ésas que no me tranquiliza en absoluto; a decir verdad no me tranquiliza nada.
— Sí no quieres que se lo diga a la hermana, me tienes que dar tú bocadillo.
— Sí, sí, tómalo, pero no se lo vas a decir ¿verdad?
— No, no se lo diré.
Y mientras la veo alejarse con mi bocadillo de tortilla, yo me quedo bajo un árbol, confusa, meada, helada y sin merienda.
Bueno, aunque se coma mi bocadillo, ella me va a guardar este secreto tan gordo, este pecado. No. Creo que cuando un pecado es el más gordo del mundo se le llama sacrilegio. Y que las personas que hacen sacrilegios van derechas, derechas al Infierno.
—Hija, qué bien, te lo has comido todo.
—Sí mamá.
Al día siguiente, mientras juego a las tabas en tiempo de recreo, alguien me dice:
—Hay una niña en la verja y dice que te asomes (los patios están separados). Acudo extrañada y confiada hasta que la veo. Tiemblo.
—Si no quieres que se lo diga a la hermana me tienes que traer una peseta para comprar limones de caramelo.
Le quito el dinero a mi madre y me siento sucia como esos hombres malos que dan caramelos a las niñas para tocarlas. No sólo me meo en la ermita, sino que además, robo. Iré al Infierno igual que esas personas que veo en un cuadro grande que hay en la Iglesia de San Pedro quemándose vivas y sacando las manos a ver si alguien las ayuda a salir, pero no las saca nadie porque han sido muy malas y se tienen que quemar enteras. Tengo angustia, tengo ganas de vomitar.
A los pocos días me pide diez reales, pero no hago ningún pecado. Tienen que ponerme una inyección y allí está mi abuela. Abuelita, si no lloro, ¿me das diez reales?
Y llega lo peor: un estuche de colores de dos pisos.
Queridos Reyes Magos:
He sido buena (mentira) y quiero un estuche de colores de dos pisos (encima de no haber sido buena, ahora les digo una mentira. No me lo van a traer)
Huelo la madera del estuche y veo el brillo de los colores que no llego a sacar porque no se les estropee la punta. Huelo la goma de borrar y guardo el estuche con miedo. Sueño que desaparece y no puedo dárselo a Elvira.
El siete de enero a las once en punto acudo a la verja donde me espera. Respiro cuando veo que sonríe mientras cuenta, comprueba y aprueba la entrega a cambio de la promesa renovada de no decir nada a la hermana. Y a la pena de perder mi estuche tengo que añadir el miedo cuando vuelvo a casa por si mi madre nota su falta en mi cartera.
Una vez más estoy al otro lado de la verja. Hija, tienes más cosas que nadie, siempre estás pidiendo. Yo lo quiero, lo quiero, todas mis amigas tienen uno. Es un bolígrafo de muelles azul y rojo. Pero algo pasa, Elvira no llega. Hace mucho calor, me iría a una sombra si supiera que la voy a ver llegar, pero no quiero que llegue y al no verme se lo diga a la hermana. No me moveré, no, no. Qué calor. Al fin me decido a preguntar, ¿conoces a una niña que se llama Elvira? Y la respuesta me coloca al instante en el cielo más ligero que haya podido imaginar: pero si Elvira se ha ido a Barcelona.
Lo noto porque puedo volar.
2 comentarios:
Recordaba yo a una amiga hace unos días el hondo y rotundo verso de Neruda:
"En un beso mío, sabrás todo lo que he callado".
Ahora, después de leer estas líneas tiernas, duras y sentidas, cálidas porque nacen del corazón, me doy cuenta que hay muchas formas de expresar, de rebelarse, de compartir todo lo que uno ha callado. Pero sólo hay una de haberlo sentido dentro, pues el miedo es una flecha que siempre da en el blanco que es la parte más vulnerable de nosotros mismos. Un niño es vulnerabilidad pura y por ello no hemos de olvidar que para él...Para él volar lo es todo.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver. Aprendía más cada día.
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