Desde que, hace unos diez días vi esta foto, premio Unicef a la mejor foto del año, me preguntaba qué podría decir y si merecía la pena que dijese algo. Sinceramente, a veces, la repugnancia que siento ante todo esto me desborda y me inmoviliza. Tal vez, me pregunto, en el ir de un sitio a otro, en el compromiso con causas nobles resida la tranquilidad de conciencia. Pero en lo más hondo siento que ese estado no pasa de ser de autoconnivencia y que no es suficiente. No lo es, para mí al menos, en este mundo que habitamos y que nos requeriría, nos requiere de otra forma.
Porque lo doloroso no es la foto en sí sino lo que subyace en ella. Y subyace la explotación, el hambre, la incultura, la supervivencia; y la hipocresía y el mantenimiento de un sistema que engorda siempre a los explotadores.
Hoy recibo de alguna red contra la violencia a la que estoy suscrita una invitación a la firma de un manifiesto contra el hambre y la explotación de las niñas y niños de Nigeria; al poco recibo la denuncia de una caso de maltrato en Tandil-Buenos Aires- en el que un padre sale incólume y ajeno a la muerte de su mujer embarazada y encima va y reclama la casa en la que vive la abuela con los los nueve hijos de la pareja. Y todo es tan tremendo, tan espeluznante que me pregunto qué hago yo aquí mientras miro unas fotos de alta definición y perfecto encuadre o firmo en contra del hambre y la explotación de las criaturas de Nigeria.
Cansada, eso.
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