Cuando recibí aquella carta me impulsó el sentido de la urgencia a responder enseguida, a hacerle saber a Begoña cuánto me había conmovido ese gesto. Su presencia en mi vida era la muestra de mi presencia en la suya y, sinceramente, eso me acongojaba sin entender muy bien el porqué. De manera que subí deprisa las escaleras mientras acariciaba mi nombre vestido de fiesta y buscaba el móvil en mi bolso. Pero el móvil no estaba.
No puede ser, pensaba mientras mis dedos palpaban objetos que ahora parecían inútiles: las gafas no son el móvil, las llaves no son el móvil, la agenda no es el móvil, la pintura de labios...¡ la pintura de labios, eso era! Recordé que, en el autobús, mientras me retocaba los labios había escuchado el aviso de un mensaje, saqué el móvil y lo dejé en el asiento de al lado hasta poder ponerme las gafas para leerlo, entonces se empezaron a escuchar sirenas, pitidos continuados pidiendo paso. Alguien dijo que ETA había puesto una bomba en el aeropuerto y a pesar de que me quedaban dos paradas me bajé en cuanto pude y olvidé por completo el mensaje y el móvil.
Llamé varias veces, pero no pude comunicar con nadie.
No poder llamar a Begoña sería otra pérdida no contabilizada en la evaluación de los daños ocasionados por el terror.
Tendría que escribirle algo muy especial.
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